POLÍTICA Y PARTIDOS EN LA ERA DE LA SOCIEDAD LÍQUIDA

Las transformaciones políticas intervienen tres tipos de asuntos:

1. Cambian los sujetos, los intereses, los que se consideran legitimados para protagonizar la política, los que se sienten discriminados, etc.

2. En otros casos, el cambio se da porque se altera el conjunto de temas sobre los que se debate o gobierna, lo que comúnmente llamamos la “agenda política”; de tal forma que unos asuntos dejan de ser los más importantes, mientras que otros se posicionan en el centro del debate público o de las prioridades de gobierno.

En política, no podemos asegurar que temas sobre los que hoy tanto discutimos dejen de generar en el futuro nuestra apasionada atención.

3. La tercera modificación tiene que ver con las condiciones dentro de las cuales se desarrolla la política, porque vivimos un cambio de época, los tiempos se aceleran y los espacios se abren porque la tecnología, las comunicaciones al instante magnificadas por las redes sociales o los instrumentos financieros, alteran las reglas del juego, por lo que el gobierno, lo político, o los límites, se convierten en medio de la complejidad, en algo distinto a lo que habíamos entendido hasta hace unos años.

Dadas esas consideraciones, se nos dificulta definir la política y su lugar en el mundo actual, que ya no está estructurado tan nítidamente y cuyos referentes los podemos ubicar en otras épocas y circunstancias, en las que la base ideológica y formativa partía de plataformas políticas más sólidas y cohesionadas desde la doctrina, la ciencia política y la formación de “cuadros”.

Debemos repensar y repensarnos con relación a la política, en la era de la “modernidad líquida”, en la era de las redes, con sociedades activas, responsabilidades globales y problemas más complejos.

La intensidad de la agitación política obedece a que vivimos en un momento en el que existe una micro fragmentación social, con múltiples intereses y una multiactoralidad en la que cada quien responde a sus posiciones de parte, con niveles y pretensiones diferentes, representaciones contestadas e identificaciones difíciles de ordenar.

No parece nada extraño que lo antes dicho produzca una especial perplejidad y desorientación, ni que se realice en medio de perturbaciones e intensos conflictos.

Que los políticos y la política deben ser objeto de un preciso mejoramiento y replanteamiento para reivindicar la dimensión ética de la acción política, es desde mi perspectiva una necesidad. De hecho, todo es mejorable, perfectible, otras profesiones y actividades también, sin embargo, esos otros oficios tienen la ventura de estar menos expuestos al escrutinio público.

Pienso que en general, los políticos son mejores que la fama que tienen.

Existe la tendencia a criticar a cualquiera que esté desempeñando una tarea política.

Que todo el que quiera se crea competente para juzgar a sus representantes políticos, incluso cuando estos tienen que tomar decisiones de enorme complejidad, es algo positivo, aunque sólo sea porque lo contrario sería más preocupante. La democracia se fortalece cuando se respetan los términos y garantías constitucionales y la sociedad cuida celosamente su confianza en sus representantes políticos.

Esto implica reflexionar sobre el hecho de que los políticos son la expresión o el reflejo de los ciudadanos que los escogen o eligen.

No dudo que hay críticas justificadas, que algunos políticos cometen abusos, insensibilidades, pero frente a los problemas de la gente, generalizar puede ser una falta de sinceridad de la sociedad consigo misma.

Es esto, lo que además debería preocuparnos como conjunto social.

Conceptúo que hay quienes en el fondo tienen la aspiración de suprimir la mediación que la representación política supone.

Una cosa es impedir que los políticos se tomen demasiadas libertades o se “eternicen”, y otra es pretender una superación de la democracia representativa.

Me pregunto, si los políticos lo hacen tan mal, no puede ser que los demás lo hayamos hecho todo bien ¿No será que estamos usando a los políticos para exorcizar nuestros propios demonios y frustraciones?

En el desprecio a la política y a los políticos se cuelan no pocos lugares comunes y algunas descalificaciones que revelan una gran ignorancia acerca de la naturaleza de la política.

Estamos hablando de incompetencia, y de ese modo favorecemos que los técnicos o tecnócratas se apoderen del gobierno; criticamos su sueldo y justificamos así que se entregue la política a los ricos; descalificamos globalmente a la política y asienten con entusiasmo quienes no le deben nada porque ya tienen un poder de otro tipo.

La ausencia de la política es peor que la mala política. La mentalidad anti-política es peor porque se desvanecerían las aspiraciones de quienes no tienen más esperanza que la política (entendida como herramienta de transformación y gestión socio-económica en cuanto dirección de la colectividad), porque no son poderosos en otros ámbitos.

En un mundo sin política nos ahorraríamos algunos sueldos y ciertos espectáculos bochornosos, pero perderían la representación de sus intereses y sus pretensiones de igualdad aquellos que no tienen otro medio de hacerse valer ¿Pensemos qué pasaría si ni siquiera pudieran contar con una articulación política de sus derechos?

Es justo reconocer que los políticos y los partidos políticos se renuevan poco y ese es uno de los principales reproches que se les endilgan a los partidos políticos, pero también tenemos el movimiento contrario y entonces coyunturalmente aparecen personajes que hacen gala de “intrusos”, de venir fuera del sistema, los llamados “mesiánicos” de la política.

Es muy vieja la idea de descalificar a otros como políticos y presentarse a sí mismos como no políticos. Ciertamente la política, como ciencia y arte de gobernar sobre espacios públicos comunes, está abierta a todos; nadie puede ser excluido por ser un desconocido en el sistema político; lo que puede convertirle en un “intruso” en el peor sentido del término, es que pretenda comportarse en política con otra lógica y trate de convertirla en un asunto mediático, en gestión empresarial o en “actividad justiciera”.

La política es una actividad que requiere articular el equilibrio entre la gente, los ciudadanos, los expertos, los funcionarios y los políticos. Estos últimos tienen un papel fundamental si tenemos en cuenta el tipo de actividad de que trata la política en la sociedad.

La política más que gestionar objetividades, tiene que ver con la ponderación del significado social de las decisiones, de su oportunidad en contextos determinados, del modo como afectan a las personas.

Pero quiero ir más allá, atravesamos un periodo de crisis de los partidos políticos, su descrédito, pérdida de relevancia relativa o fragmentación, es manifestación de una crisis más profunda.

Es probable que estemos pasando hacia una era política de la que no sabemos todavía muy bien qué nuevas formas institucionales adoptará.

Venimos de mecanismos de organización política que encajaban en espacios homogéneos, estandarizados, clasificables y gestionables de manera que se constituían en estructuras sólidas identificables.

Hoy caminamos hacia supuestos distintos, otros espacios menos estructurados, nuevas incongruencias, una mayor heterogeneidad de los elementos que componen la realidad social y más incertidumbre.

La mercantilización liberal y la conectividad de las comunicaciones, las redes sociales, hacen muy difícil mantener un “contenedor”, una estructura sólida nacional con la cual proteger la unidad de economía, cultura y política.

La democracia de los partidos ha sido la forma política adecuada a una sociedad estructurada establemente en clases sociales, sindicatos, gremios y asociaciones, en grupos claramente definidos por su propia función productiva, cuyas identificaciones sociales y culturales estaban destinadas a encontrar una correspondencia en términos de representación.

Al igual que otras organizaciones sociales, los partidos actúan como organizaciones que no se limitan a gestionar los procesos institucionales de la representación, sino que también incorporan a sus estructuras áreas enteras de la sociedad, orientando su cultura y sus valores, de modo de aglutinar sobre ideas comunes, su comportamiento político y electoral.

Cuando surgió la democracia de masas, los partidos estabilizaron durante mucho tiempo las identidades políticas y las correspondientes opciones electorales.

La democracia de los partidos, tal como la conocemos, sólida, de tradiciones y estructuras firmes, pareciera hoy que se mueve más bien a un escenario de inestabilidad e incluso de volatilidad que afecta las grandes organizaciones (los partidos, las iglesias, las identidades, los medios de comunicación, e incluso los Estados).

Bernard Manin en 1997 advirtió de este cambio en nuestros esquemas de representación, que sintetizaba en la idea de tránsito de la democracia de partidos a la “democracia del público” o “de la audiencia”.

Todo esto es lo que está en el origen de esa generalizada crisis de confianza que ha erosionado los canales de la representación.

Ese panorama “liquido”, como lo describió Sygmund Baumann, cuyos flujos no tienen una dirección reconocible, afecta tanto al público como a sus representantes, a la sociedad y a los partidos políticos.

La “democracia del público” adopta la fluidez del electorado voluble e impredecible. Otros dirían un electorado menos fidelizado, volátil e intermitente.

Lo cierto es que hemos pasado o estamos transitando de referentes más sólidos y estructurados, con base ideológica, al “mercado político” con electores difíciles de identificar, con demandas que se han vuelto más complejas y fragmentadas.

Es la volatilidad general del espacio político la que explica que se haya debilitado la idea de programa electoral o visión programática, pero también la política se ha ido desideologizando y personalizando al mismo tiempo.

Esto tiene como consecuencia que muchas veces la oposición comparezca al margen de los partidos, en los movimientos sociales y en las protestas.

La actual crisis de los partidos, solo se superará cuando haya mejores partidos.

La experiencia nos enseña que todavía peor que un sistema con malos partidos es un sistema sin ellos.

Es probable que la idea de los partidos políticos “cuadrados” y rígidos se haya acabado, pero no la idea de una organización política que contribuya a hacer inteligible al mundo, que oriente las decisiones de la ciudadanía, que pueda ofrecer cauces de participación política, de diálogo respetuoso y sensato y que articule el control cívico sobre sus representantes en todas las instancias.

En fin, los partidos políticos están obligados a desarrollar una inteligencia adaptativa y recomponer su capacidad de representar y gobernar a una sociedad que se ha vuelto más exigente.

El objetivo sería configurar sistemas abiertos, más parecidos a los organismos vivientes que a los “contenedores”, más porosos que cerrados, en diálogo con cuanto les rodea y no protegidos contra su exterior.

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